miércoles, 21 de septiembre de 2011

Capítulo 45

Ethan, al volver a casa, se demoraba si decírselo a su padre. ¿Sí o no?
¿Estropear una gran amistad de la que esperaba que terminara en algo más, o hacer el bien y que esa persona no le hablara nunca más pero estaría a salvo?
Cuando saludó a su padre, se derrumbó.
-Papá…
-Dime, hijo.
-Yo… quería contarte una cosa…

-¿Es que no vas a dejar de robar nunca? –Danielle resopló.
-Sabes que no, y además ya sabes el por qué. Hasta pronto, Danielle.
La muchacha sintió unas terribles ganas de llorar hasta sacarse todo el dolor que retenía dentro, pero sabía que el único que podía rebajar ese dolor era Axel. Pero éste ya se había ido.
Entonces Danielle le pidió a sus padres que se fueran ya a casa, pues no estaba para más fiesta…

Axel, al salir de la mansión sin dificultad alguna, en vez de ir a casa, fue hacia el mismo centro de Londres, dónde el Big Ben, con su intimidante y enorme figura, daban las doce de la noche. Todo el mundo estaría durmiendo. Sin embargo, el cielo estaba gris y negro, con nubes, amenazando con llover, mientras la luna se asomaba por detrás. Pero no llovía.
Axel se dirigió al enorme reloj, abriendo las compuertas, y subió durante varios minutos –pues nadie vigilaba la torre- hasta estar por encima de las agujas, del doce del panel, y se sentó en el borde del hueco de en medio, vislumbrando toda la ciudad.

El detective Julian, junto con varios hombres, se adentraron corriendo en la ciudad. Al fijarse en el Big Ben, descubrieron una oscura figura encima del número doce, dónde la aguja pequeña señalaba, y la grande ya la había pasado.
Al momento, supo quién era esa misteriosa sombra.
Todos subieron corriendo la torre hasta la cima, y lo que Julian vio lo dejó un poco anonadado.
El ladrón, Axel, estaba sentado en el borde de la gran ventana, como si no temiera caerse a más de quince metros hasta el suelo, con una pierna estirada y la otra doblada. Tenía la mano derecha apoyada en la fría piedra, y la otra, con el codo sobre la rodilla de la pierna doblada, sostenía una cadena de plata de la que colgaba un reloj de bolsillo, que hacía mover de un lado a otro. Parecía que iba a juego con el cielo de Londres.
Ni siquiera se molestó en levantar la vista.
-¿Señor Alexander? –dijo el detective.
-¿No le parece fascinante? Siempre intentamos matar el tiempo, siendo inconscientes de que él nos acabará por matar a nosotros –sonrió-. De todos modos, la inmortalidad sería sólo un contratiempo –suspiró-. Dígame, señor detective, le he visto venir corriendo hasta aquí, al verme, desde allí abajo. ¿Qué desea?
Julian, conmocionado, le contestó.
-Está usted detenido.
Lo sabía. Sabía que Danielle no se lo callaría. No podría, después de haberla echado de casa.
Sabía que no podía confiar en nadie.
Axel sonrió, forzado, y levantó la mirada, dejando que algunos mechones de su pelo le cayeran por la frente y los ojos.
-¿Por qué?
-Usted lo sabe muy bien.
-No, no lo sé. No se debe acusar a nadie de algo del que no se tienen pruebas. Dígame de qué estoy acusado.
-Principalmente, de ser el ladrón de Londres –miró a los policías-. Arrestadle.
Los hombres asintieron y fueron a atraparle. Aunque no hizo falta. Para la sorpresa de Julian, Axel se guardó el reloj en el chaleco, bajó de la ventana y se acercó a él. Alzó las manos juntas, y con una mirada desafiante, sonrió.
-Adelante, hágalo.
Julian le devolvió la mirada. Sin embargo, diferente a las demás personas, el ladrón no se intimidaba.
-¡Vamos! –le instó impaciente-. Hágalo de una vez.
El detective cogió unas esposas, y le ató las muñecas con ellas entre breves y sonoros tintineos de las cadenas.